Entre otros temas (muchísimos), la nueva creación de Krapp nos plantea una reflexión -que es una burla, pero como debe ser, llena de verdad- sobre la crítica de arte, que remite a un hartazgo que debemos escuchar. Voy a tomar el guante, aunque tiña con mi respuesta lo que infiera luego sobre la recepción de la obra.
En todo caso, digamos desde ya que A dónde van los muertos (lado B) es altamente recomendable, a pesar de ser muy diferente de lo que esperábamos de Krapp, y explicaré más adelante las razones.
Pero si hay algo formidable que poseen las piezas artísticas escénicas, es su espontaneidad en la recepción, puesto que el espectador está ahí sólo para mirar (en un modo escópico, la mirada devoradora) sin poder detener esa recepción, mientras percibe todo al mismo tiempo, acción que se convierte en un golpe de efecto sobre la percepción y por ende en la capacidad de análisis y reacción. Cuanto más complejo es el discurso escénico (digo: complejo en su multiplicidad de estímulos y su organización alógica) mayor es el efecto desbaratador de estructuras perceptivas estructurantes. Entonces, queda aclarado que estas palabras son parte de esa recepción acalorada, y que llegan desde el placer de haber participado de ella.
Luego de la presentación o prefacio de la obra, enmarcado con dos recursos escénicos muy efectivos (la entrada de una persona del público, y después un video), los muchachos del grupo realizan dos escenas que tienen en común su resolución: los que no participaron en la escena la evalúan usando las mismas frases en el mismo orden. La reiteración de los comentarios nos mueve a la risa, la burla resulta sarcástica y la reconocemos enseguida. También resulta cínica viniendo de un grupo de gente que debe haber copiado esas frases de lo escuchado y tal vez dicho en la vida profesional (o ésa es la fantasía). La cuestión es que esas frases dichas desde el receptor (que dan cuenta del menosprecio y subestimación por el trabajo del otro, de la carencia de humildad para reconocer la propia ignorancia, o de la sobredosis de estereotipos y lugares comunes en la percepción y en la formación, o simplemente de la falta de sensibilidad) son las que circulan sin barreras éticas o, al menos, estéticas, también entre los críticos y entre los periodistas.
Debo reconocer que hasta hace muy poco yo misma estaba entre quienes precisaban encasillar las obras dentro de los parámetros aceptados. Siguiendo gurúes de la teoría teatral, pensaba que si primaba un lenguaje sobre otro, es decir que si primaba el lenguaje teatral o musical o dancístico, etc. sobre los demás, ello definía una pieza como teatro o teatro musical o danza, etc. La conjunción “o” en estos casos es el bloqueo en la percepción y en la capacidad de aprendizaje. Las piezas escénicas que ya inundan las carteleras mundiales con su eclecticismo discursivo (me estoy refiriendo a que, además de heterogéneos, son discursos que consiguen un punto medio sin llegar a extremos característicos de cada lenguaje) huelgan en definiciones que nada pueden esclarecer acerca de su contenido. Y este fenómeno -hay que admitir: nada nuevo- requiere de observadores, receptores, críticos, analistas y demás espectadores dispuestos a desbloquearse, a usar la conjunción “y”.
En todo caso, que estas escenas se encuentren al comienzo de la obra, hace pensar en que el grupo quiso prevenir al público acerca de que los integrantes sospechan o están seguros de la reacción del público frente a sus creaciones, que ellos han tenido los mismos comentarios frente a otros colegas, y que las dos situaciones los tienen sin cuidado.
Luego de la risa, luego del desbloqueo, el resto de la pieza se nos presenta con más brillantez.
Y ahí están algunos tips del grupo, como el desborde de lo considerado artísticamente bello que se rompe a pedazos frente a lo políticamente incorrecto. Ahí están sus intérpretes mucho más maduros (los años pasaron para todos, para mí también, claro está) y haciéndose cargo de ello. Y el tema de la muerte, a pesar de que por momentos se manifiesta explícitamente, está tratado con el humor que los ha destacado en el medio escénico ¿dancístico? argentino.
Y no hay danza, en un sentido estricto. Ni siquiera como ellos, los actores/músicos/bailarines, los Krapp: Gabriel Almendros, Edgardo Castro, Fernando Tur, Luciana Acuña y Luis Biasotto (los dos últimos, también directores), consideraban la danza, con ese despliegue físico extremo, constante, casi deportivo. O si la hay es un chiste genial y tonto sobre la danza. No obstante lo cual, la danza está muy presente en la forma de estructurar la obra, en el modo de pensarla.
Es acá, querido lector, donde me voy a contradecir, o mejor: donde seguiré siendo aquella que aprendió a diferenciar lenguajes.
La danza es no-representación, al menos no es traducible. Sus signos, sus “pasos”, sus diseños, no admiten codificación como podrían ser las palabras dentro de una gramática. Mucho se ha escrito y discutido, pero digamos acá que si hay una forma de pensamiento en la danza, éste es abstracto. En desmedro, todo un glosario de incomprensiones por parte del público. Pero a favor, la infinita posibilidad de estructurar discursos dentro de vocabularios originales, altamente sensoriales; de apelar directa y francamente a la imaginación y de ser casi universales. Krapp respeta esa forma de armar su espectáculo.