Andrés Mangone, discípulo de la línea de trabajo de Pompeyo Audivert, está dirigiendo en la Sala Beckett Teatro, una contundente versión de La partida de caza(1974), de Thomas Bernhard (1931-1989)
Una característica de este autor holandés, que adoptó la nacionalidad austríaca, era escandalizar y hacer rabiar a los intelectuales de su país, producto del odio y el repudio que tenía por su patria, a la cual llamaba “cloaca sin espíritu ni cultura”, en alusión al racismo de los austríacos frente a los judíos y al ostracismo intelectual de su época.
En La partida de caza, resuenan, desde la farsa, sus denuncias políticas, así como también un interesante juego de cajas chinas que alude a la tensión forma - contenido sobre el tema de la representación en el teatro. Sus personajes, entre discursos y gritos desgarrados, intuyen que están inmersos en la desolada degradación humana, situación que no parece tener retorno.
Mangone trabaja con la idea de artificio y tiende a que los actores vuelquen toda su voluptuosidad poética desde un lugar enrarecido, que provoca en el espectador, un original espesor de sentidos. Se destacan en esta línea de trabajo las excelentes composiciones de Fernando Ritucci (Escritor), María Alché (Generala) y Gustavo Savorido (General), así como también la iluminación y la música, que acompañan el tono poético que busca profundizar esta puesta.
- ¿Por qué eligieron esta obra?
Andrés Mangone: - Este elenco encuentra en Bernhard una poética descomunal, una máquina sagrada de profanación de todos los regímenes en funcionamiento, tanto política como culturalmente. En lo personal, no conozco otra máquina poética con tanta profundidad en sus denuncias. La partida de caza pone de manifiesto la decadencia de una forma de dominación, la aristocracia, y la necesidad de un paso a una nueva forma de dominación, la de los demócratas con discursos para las masas. Ambas sirven a la burguesía en sus distintas etapas, en la relación de fuerzas con “los hombres comunes”.
Por otra parte, denuncia el papel de los intelectuales-artistas frente al nuevo engaño. Son ellos quienes aceitan el lenguaje, para envolver una vez más a los hombres y reciclar hacia el interior de la máquina burguesa, las fuerzas de oposición que se pudieron generar ante las crisis y guerras de la vieja máquina oligarca.
Pienso la aristocracia en el poder como la tragedia, la democracia liberal como la comedia, y la democracia centroizquierdista como la farsa.
Lo que hay en Bernhard es sobre todo la desolación de la farsa, o si se prefiere, la farsa de la desolación.
- ¿Cómo surgió la relación de La partida de caza y el cuadro Las Meninas de Diego Velázquez?
- El espacio está inspirado en el cuadro. El interior ha cobrado movimiento. Es un pabellón de caza, como un islote en un mar de árboles infectados de escarabajos mortales para la naturaleza. Como en el cuadro, un clima de aristocracia, pero en descomposición, raído y avejentado. La guerra se ha ido, pero ha dejado su sombra. Como en Velázquez, el escritor habita su obra, forma parte de ella, sin que nadie advierta la condición de farsa del mundo. En su ardid de fisgones, los personajes entran en la obra y la habitan para siempre. En esa ruptura de la distancia de los cuerpos dejan su estatismo.
- ¿Cómo es trabajar con la obra de Bernhard?
- Hay que golpear varias veces contra su superficie hasta conseguir romperla. Esto puede costar varias lecturas. Luego, hay que entrar por la grieta y ahí uno descubre el mundo de sus personajes fenomenales. Desde adentro se asimila el ritmo de su poética y se devela el misterio, la teatralidad posible. Es como aprender a andar en bicicleta: hay que soportar golpes y caídas que ponen en tela de juicio el sentido de hacerlo, pero si uno se sobrepone a esa crisis, puede descubrir esa fórmula indecible de hacer equilibrio y luego el placer de andar con ella (en ella) es extraordinario.
Dice Bernhard:
“lo mejor es estar solo
en la oscuridad
al principio hay que obligarse a ello
luego le gusta a uno ese estado
al principio es una coacción
nadie soporta la oscuridad
el que no ocurra nada comprende
obligarse
obligarse a sí mismo
y le gusta uno ese estado”
- ¿Cómo dirigiste a los actores?
- Al principio, y al tiempo que los actores iban memorizando los textos (ardua tarea en este caso), trabajamos con improvisaciones, produciendo climas con música. Fue importante el disco Cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen; afectó muy bien la subjetividad de los actores. De a poco fuimos intentando fijar algunas partes, sin forzar las cosas, ya que las improvisaciones eran muy buenas y al fijar se produce cierta melancolía, porque la fijación es siempre más fría y el actor extraña la excitación de la espontaneidad. Con el tiempo descubrimos que Messiaen ya no nos servía. Tenía demasiado protagonismo. Había sido necesario en los comienzos, para hacer sentir cómodo al actor, es decir, para instalar un clima de construcción de la máquina-personaje, pero luego se hizo necesario liberar las actuaciones y ponerlas en primer plano, para que sean ellas el verdadero núcleo vital de la obra. Así, durante un tiempo prolongado trabajamos sin música. Los actores hicieron, realmente, unos trabajos fenomenales con un material muy difícil.
- Y la puesta ¿cómo surgió?
- Con relación a la puesta, fue importante definir y profundizar al principio, con ayuda de Gustavo Savorido, la idea de que el personaje Escritor era un habitante de su propia obra, algo que puede inferirse de los textos, pero que no está aclarado por el autor. Esto me hizo recordar el cuadro Las Meninas, de Velázquez y al texto de Michael Foucault sobre el cuadro, en su libro Las palabras y las cosas. Ahí sentí una gran emoción, ya que siempre tuve una gran admiración por ese cuadro y había llegado el momento de aprovechar esta obsesión. Empecé a definir la espacialidad en asociación con el cuadro y a compartir con los actores la idea de tomar Las Meninas como un tema de cruce con la obra, como un lenguaje para leer La partida de caza. Esta decisión fue clave para aumentar la profundidad y la complejidad dramática de la obra, algo que de por sí no está dado por el material original. Cuando ya tuvimos estas claves, la tarea consistió en sumar ensayos y trabajar especialmente sobre cuestiones rítmicas, sobre el tempo, especialmente en el decir de cada actor, una cuestión central para permitir el acceso del público al rito del teatro. Cuando ya habíamos forzado al máximo la retentividad de la palabra, necesitamos nuevamente cubrir de música la obra, como el pintor necesita a veces barnizar el lienzo. No era un tema menor, sino una pata para la mesa. Tuve la suerte de que Claudio Peña aceptara esta tarea, porque además de ser un músico excelente, comprende muy bien cómo intervenir en una obra de teatro, en tiempo y medida, y tiene una gran sensibilidad para componer exactamente lo que la obra necesita, para llevar inmediatamente al público hacia el interior del mundo que se propone, destacando y protegiendo todas las virtudes de las actuaciones.
Pero faltaba una pata más: la luz, algo que me preocupaba, porque no había podido ensayar en la sala hasta pocos días antes del estreno. Si bien tenía un plan dirigido a realzar y proteger en este caso las imágenes, los espacios que habíamos construido, fue importante encontrar en la sala una iluminadora como Mabel Rosati, alguien con una gran disponibilidad y mucha rapidez para captar lo que necesita una puesta. De este modo, quedó concluido el trabajo.